martes, 18 de noviembre de 2014

A2

Al meter la mano en el bolsillo del chaquetón y no encontrar el sobre con el dinero experimento una sensación parecida a la del trabajador de una cadena de montaje que extendiera su mano y en lugar de tomar la pieza que espera y que la máquina todavía no le ofrece -pues debido a la repetición constante  de los mismos movimientos este hombre ha conseguido ser más rápido que la propia maquinaria- lo que palpara fuera el vacío. Esta nada palpable justo ahí donde más bien debería de haber algo produce un micro-pinchazo eléctrico en un punto determinado del cerebro, un pequeño cortocircuito que poco a poco, jornada tras jornada, va mermando cada vez más la cordura de este operario, cuyo previsible destino implica una sucesión de problemas psicosomáticos, desencuentros amorosos y bajas por depresión que culmina con su muerte laboral y social.

 ¿Pero dónde coño he puesto los mil euros?

 Mil euros, quinientos de mi novia y quinientos míos. Mil euros que iban a ser ingresados en una cuenta conjunta. Hago footbreak, que significa que freno con un pie, y me bajo del patín. Estoy parado en mitad de la plaza y creo que voy a llorar. La última vez que lloré fue viendo el telediario. Y la anterior con el final de una novela de Junot Díaz. Parece que solo lloro con la ficción, pero no, también puedo llorar por dinero. Por su pérdida.

PAUSE:

Fue hace más de quince años. Acababa de terminar de trabajar como extra en una cafetería que había montado mi tía en un centro comercial. Durante diez horas serví cafés, serví tostadas, serví zumos, serví bocadillos, serví minipizzas, serví sonrisas radiantes y serví buenas palabras, esfuerzo que mi tía entendió que valía cinco mil pesetas. Con el flamante billete en el bolsillo salí con la intención de dirigirme a la feria, porque era joven, era mayo y era Córdoba. Un coche paró a mi lado y desde el interior una mujer me preguntó si sabía dónde quedaba la feria. Le contesté que yo iba para allá y que si me llevaban podía indicarles. Me venía de perlas porque estaba muy cansado y el recinto ferial estaba en la otra punta de la ciudad. Me subí en la parte de atrás y mantuvimos una de esas conversaciones inconexas que se dan entre desconocidos. En un momento determinado la conductora paró el coche, saco de la guantera un espejito y preguntó si teníamos un billete. Yo me sentía en deuda con ellas por haberme ahorrado la caminata así que les ofrecí el mío. Pese a que rechacé la raya que me ofrecieron no recuerdo qué fue lo que pasó, el caso es que cuando llegué a la caseta donde había quedado con mis amigos y me busqué el billete, allí no había nada. Y lloré. Recordaba el billete cilíndrico y el montoncito de farlopa sobre el espejo y los zumos y las tostadas y los cafés y las sonrisas falsas y las buenas palabras y la camisa blanca de camarero y mis zapatos baratos y no podía parar de llorar. Una amiga me hizo un porro y me abrazó. Según ella esa noche no me iba a faltar de nada.

REC:

Ya sé dónde están los mil euros. Los tienes tú.



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